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40 días y 40 noches en Egipto

De regreso a la India

RELATO DEL DÍA 13 DEL LIBRO:

…ya lo tenía todo listo para partir. Encontré unos billetes súper económicos para viajar en marzo y parecía que todo iba más rápido de lo que había pensado inicialmente. Pero algo sucedió: las leyes aduaneras indias habían cambiado durante ese mes de febrero y, en vez de tener que esperar un mes entre la última salida y la próxima entrada, lo habían cambiado a tres meses. Haciendo números rápidamente, no podía obtener el visado hasta el cuatro de mayo. ¡Vaya contratiempo! Ya tenía los billetes de avión comprados. Hice las gestiones pertinentes y solo me podían cambiar el trayecto o abonarme menos de lo que había pagado. Como tenía tiempo, decidí consultarlo con el cojín. Esa noche hice la meditación diaria y obtuve respuesta.

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Parada en Egipto: 40 días y 40 noches

Desde muy joven había querido ir a visitar Egipto. ¿Recuerdas que mi camino espiritual empezó al asistir a un taller sobre Egipto? Desde siempre había soñado con esa civilización. Es como si hubiese vivido allí. Había tenido oportunidades de ir a visitarlo, pero unas veces por trabajo y otras por cuestión de precio no había podido.

Pues bien, ahora era el momento de hacer realidad mi sueño. Preparé el plan del viaje: salida de España hacia Egipto. Permanecería cuarenta días allí; después, el cuatro de mayo, cogería el vuelo hacia Delhi y, de allí, al Himalaya. ¡Fantástico, todo arreglado! No perdería los billetes y podría ir a las pirámides, tumbas y templos que tanto tiempo había deseado visitar.

En meditaciones sucesivas antes de mi partida, se me fue desvelando el verdadero propósito de mi viaje. No tan solo era el de cumplir mi deseo, sino también era el propósito de llevar el mensaje de Amor y unión entre las diferentes religiones. Siguiendo el mismo sistema que utilicé en el viaje a la India, no planifiqué nada. Solo tenía una cosa clara: quería ir a ver las pirámides. Me dejaría llevar y todo lo dejaría en manos del destino. Confianza.

Después de cinco horas de vuelo, llegamos al Cairo. Digo “llegamos” porque en el aeropuerto me encontré con unos amigos del grupo de teosofía y compartimos experiencias y buenos momentos. Muchos besos, amigos, gracias por vuestra amistad.

Una vez llegamos al aeropuerto, me quedé con ellos un buen rato esperando a otro grupo que venía de Bilbao si no recuerdo mal. En ese vuelo venía Isaac y me hacía mucha ilusión saludarle pero al final no pudo ser ya que aterrizaba en otra terminal.

Una vez nos despedimos, fui hacia la salida del aeropuerto. Aunque era de noche y tarde, un señor muy amable que estaba por allí me ofreció sus servicios para llevarme a un hotel. Le dije que no tenía mucho dinero para gastar y que fuese económico. Llegamos a un acuerdo y me llevó a un hotel modesto en el centro del Cairo. La habitación individual sin lavado costaba setenta libras egipcias –más o menos unos diez euros– por noche y desayuno incluido. Pensé: «no está nada mal».

Esa noche casi no pegué ojo. Como si estuviese en el campo de batalla, oía los zumbidos de los súper mosquitos cerca de mis oídos y me atrincheré en el saco de dormir sin sacar apenas la nariz para respirar. Por la mañana, vi mejor la situación y, uno a uno, los fui capturando dejando la habitación limpia de insectos voladores. Tapé los posibles agujeros por donde podían colarse y puse una toalla debajo de la puerta. Cuando salía tenía la precaución de que ninguno estuviese esperando al acecho, camuflado en la puerta, listo para entrar. Sí, sí, ríete, pero esos bichos son muy listos.

Subí a la planta de arriba, al staffroom, que es así como lo llaman ellos. Es como una especie de terraza cubierta por unas cañas donde hay un mini bar con un billar y música ambiental. Me senté en una mesa y pedí de desayuno el menú diario: un trozo de pan con mermelada y un huevo duro. Un señor de unos cincuenta años se sentó en la misma mesa y me dijo: «Bonjour»; le contesté lo mismo. Entonces me habló en inglés y me preguntó lo típico:

−¿De dónde eres?

−España.

−¿Cuánto tiempo llevas aquí? −Ante esta última pregunta, mi respuesta fue:

−Acabo de llegar esta noche.

−Pues hoy es mi última noche en Egipto; mañana regresaré a Francia. –Mientras iba hablando, sacó una guía de Egipto de su bolsa que, por el título, deduje que estaba en francés−. ¿Tienes planeado tu viaje?

−No he planificado nada, voy a la aventura. −Me acercó la guía:

−Aquí tienes, es para ti; a mí ya no me hace falta. He marcado todo lo que he visto este mes y los sitios más interesantes para ver, así como los hoteles más económicos y más limpios. Creo que te será de ayuda. También contiene todos los mapas de las ciudades y el de los metros, así como precios de todo. También tengo estos apuntes de algunas palabras en árabe que pueden serte de ayuda. ¿Te las quieres apuntar?

Me quedé durante unos segundos atónito; ese señor me lo estaba dando todo masticado. No tenía ni que pensar hacia dónde ir: solo tenía que seguir la misma ruta que él y ya tenía el viaje planificado.

Fui agradecido y acepté la guía con mucho gusto y todos sus consejos. Nos intercambiamos los correos y ese mismo día fuimos juntos a dar un paseo. Le expliqué mis experiencias y que después de Egipto me iba al Himalaya durante un año a aprender el hindi y estudiar las escrituras hindúes. Él mencionó que tenía previsto hacer un viaje a la India y que cuando fuese por allí me escribiría. Nos despedimos como dos amigos que se conocen de toda la vida. Le deseé buen viaje y hasta pronto. Gracias hermano por tu ayuda. Te deseo lo mejor allí donde estés.

La mañana siguiente –qué bien se duerme sin esos cazabombarderos–, me leí la guía por encima mientras desayunaba. Era muy completa y contenía muchos itinerarios marcados, pero no era mi destino seguir las rutas marcadas, aunque como referencia de lugares a visitar me podía servir. El museo de Egipto está en El Cairo, y como tenía todo el tiempo del mundo, decidí que aquel día iría a visitarlo y pasaría todo el día mirando su espectacular colección arqueológica e impregnándome de la cultura egipcia.

Al salir del hotel, vi un puesto de comida rápida árabe y decidí probar suerte; a ver qué platos tenían para llevar que fuesen vegetarianos. Me llevé una gran sorpresa al ver que tenían mucha variedad en comida vegetariana. Te podría explicar muchas cosas sobre lo que comí, pero creo que sería aburrido mencionar aquí recetas de cocina. Compré lo necesario para pasar el día y fui caminando hacia el museo.

Lo más interesante de El Cairo no fueron todos los sitios o monumentos que visité, sino las personas que conocí. Durante diez días recorrí toda la ciudad a pie y en metro visitando cada una de las mezquitas que aparecían señalizadas en la guía y otras que fui encontrándome por el camino. En cada una hice una visualización y una meditación muy especial. Cuando llegaba a una mezquita, la escudriñaba minuciosamente en busca de un lugar donde poder hacer la meditación sin molestar. Me sentaba cómodamente y, como quería llamar la atención, me colocaba en la postura del medio loto. Me enfocaba en la respiración y, lentamente, mi parloteo mental se ralentizaba. Con voluntad, proyectaba la imagen de la Madre Tierra rodeada de siete anillos de colores en la pantalla mental y, al unísono, repetía el Gayatri Mantra[1].

Al finalizar la oración, casi siempre el imán[2] venía a conocer al extraño extranjero que había entrado en su mezquita a orar de una forma poco conocida para él. Algunas veces necesitaba traductor y le pedía a otra persona que le tradujese, y otras hablábamos los dos directamente sin intermediarios. Mi inglés no es académico, pero con el paso del tiempo me he acostumbrado a leer muchas veces en entrelíneas, y si una palabra no la entendía les pedía, por favor, si me la podían definir. De ese modo, he ido enriqueciendo mi vocabulario y, aunque no pueda seguir una película en inglés, puedo comprenderlo y hacerme entender.

[1] Etimológicamente, la palabra mantra proviene de los vocablos sánscritos MAN, ‘mente’, y TRA, ‘liberar’. La palabra Gayatri es una combinación de dos palabras sánscritas: ganat, ‘que se canta’, y trayate, ‘da liberación’.
[2] Persona que dirige la oración colectiva en el Islam.

Creo que lo importante no es cómo se explique la verdad individual de un pueblo porque al intentar conocer nuestros orígenes, vemos que cada civilización lo ha hecho basándose en su cultura y sus creencias; lo que luego dio lugar a diferentes religiones. A lo que le doy más valor es al hecho de que todos somos hijos del mismo Ser. «La unidad se fragmentó en muchas por amor y, de allí, venimos todos. Dale el nombre que quieras; la realidad es que todas las creencias parten de una unidad y una fragmentación de ésta.» Este mensaje es el que repetía una y otra vez en todas las conversaciones. También les decía: «El respeto tiene que ser lo primordial; discutir qué religión es la verdadera solo crea discordia, cuando en realidad todos somos hermanos de un mismo Padre». Estas palabras abrían sus corazones y me ofrecían  rezar con ellos, agua, comida… Me acogían como un miembro más de su familia. La verdad es que daba igual rezar de rodillas, haciendo postraciones o en loto; la Esencia de la Vida que está en todo lo conocido y desconocido las entiende todas por igual. Lo verdaderamente importante, para mí, es el amor con el que se hace.

Uno de esos diez días decidí ir a ver las pirámides. Cogí un metro que, según el mapa, me dejaba a unos siete kilómetros de allí. El resto del viaje lo hice a pie recorriendo la avenida de Al Haram, observando a las personas y los comercios. Me hacía mucha ilusión ver las pirámides porque desde niño lo había deseado, pero por hache o por be no había podido ir. 

Cuando las vi por primera vez, me quedé de piedra. Nunca mejor dicho, ya que no me despertaron nada. Parecía como si mi interés por ellas se hubiese esfumado en un instante. De todos modos, paseé por las inmediaciones intentando sentir qué es lo que debía de hacer. Medité en diferentes lugares, pero el sentimiento era neutro. Ése fue un día de reflexión. ¿Cómo era posible que tantos años de ilusión se evaporasen de golpe y porrazo? Durante todo el día que permanecí en las pirámides me hice esta pregunta.

Me he dado muchas explicaciones y todas me parecen válidas, pero aun así no consigo saberlo. Nunca me había pasado algo como esto, así que lo dejo pasar y con la ayuda del tiempo puede que, algún día, la vida me dé la respuesta correcta.

Subiendo Nilo arriba me detuve en Lúxor. Según la guía, la mejor opción era ir a Abu Simbel –un emplazamiento arqueológico muy conocido situado cerca del nacimiento del río– y descender visitando diferentes lugares turísticos; pero no me inspiraba nada hacerlo de ese modo, así que opté por ir subiendo y sintiendo en qué lugares me detendría. Me bajé del tren en Lúxor porque cerca de allí había una ciudad llamada Karnak que, según vi escrito, era una pequeña población donde estaba el complejo religioso más importante del Antiguo Egipto, Tebas.

Eso sí que me atrajo. Busqué un hotel económico y a la mañana siguiente muy temprano, antes de que el sol achicharrara, fui a comprar provisiones. Más tarde, me puse en marcha hacia el templo de Karnak. Me estaba poniendo muy fuerte de las piernas: no paraba de caminar y me sentía estupendamente, así que decidí ir a pie.

Al llegar a la entrada del complejo, sentí una sensación de como si hubiese llegado a casa. Todo me parecía nuevo y a la vez, familiar. Fui recorriendo los diferentes templos, observando cada jeroglífico y sintiendo qué me despertaba todo aquello. A la par, buscaba también un lugar silencioso y sin turistas para meditar y, así, sentir mejor el lugar.

No sé cómo llegué pero, de repente, me di cuenta de que me encontraba en un lugar del templo en el cual estaban haciendo reformas. Miré a mi alrededor y vi que estaba solo: no habían ni guardias ni turistas; nadie, excepto yo mismo. Di unas voces: «Hola, ¿hay alguien?», pero nadie me contestó. Me sumergí en ese espacio de Paz y me sentí afortunado de poder pasear como Pedro por su casa.

Me tumbé en el suelo y observé todas aquellas ruinas desde esa perspectiva. El cielo es un fondo perfecto para todas esas maravillas. Por lo que parecía, estaba en una especie de patio interior desde donde se podía acceder a las otras salas. Me levanté y recorrí cada una de ellas, sumergiéndome en el pasado y dejándome llevar por la sensación de estar en un lugar conocido. Todo me parecía precioso y, a la vez, colosal.

Hacía más de una hora y todavía no había venido nadie. «Qué raro», pensé. «¿Nadie vigila este sitio? Estoy a mis anchas. Suerte tienen que respeto los bienes ajenos, pero con estos objetos antiguos sin custodiar otros hubiesen hecho el agosto».

Busqué otro sitio para meditar e impregnarme desde otros sentidos. No sé cuánto tiempo había transcurrido, pero nadie me dijo nada. Continué solo. Decidí despedirme de ese lugar aunque, por un momento, se me pasó por la cabeza quedarme a dormir; pero como no era buena idea la descarté y me alejé, dando las gracias por aquella experiencia.

El día siguiente visité la ciudad y di una vuelta por los alrededores. Un muchacho que conducía un carruaje tirado por un caballo se paró a mi lado y me hizo una oferta para dar una vuelta por las calles. Como el precio era razonable y no tenía nada previsto, acepté.

Todo iba bien hasta que llegó el momento de pagar. Una vez me dejó en las cocheras le di lo acordado, veinticinco libras, que realmente no se las merecía porque me llevó a la otra punta de la ciudad, y el trato era que me dejara en el mismo punto en el que me recogió. Por mí no había problema, ya que no tenía que ir a ningún sitio en particular, pero me imaginé lo que les hacían a los turistas.

Sin embargo, el chico me pedía más dinero de lo acordado: me explicó que yo no lo había entendido bien, que él me pidió veinticinco libras, sí, pero no egipcias, sino inglesas. «Que sí, que sí, y yo soy tonto», le dije. Se puso gallito y se sintió seguro porque estaba rodeado de todos sus compadres, pero no contó con mi paciencia y que no tenía miedo. Después de un buen rato de escuchar sus amenazas, me cansé y le dije: «vamos a la policía y lo aclaramos todo». Al oír «policía», se calmó de golpe y tendió su mano para cobrar el dinero, como si nada hubiese ocurrido, como si todo hubiera sido un mal entendido. Le di la mano y le dejé ir estas palabras: «tú no eres una buena persona, Alá no está contigo». Se rió y me fui.

Cerca de ese sitio había unas barcas de esas que te llevan a dar un paseo por el Nilo y, al pasar por delante de una de ellas, un chico no muy alto y delgado me gritó: «¡Amigo, amigo, ven!». Me acerqué y me ofreció la posibilidad de dar una vuelta por un precio muy razonable. Acepté y me llevó a dar un paseo. Qué bonito. Estuvimos subiendo río arriba gozando de paz y tranquilidad. Durante el trayecto conversamos un poco en inglés. Hablamos de religión y, como en los anteriores encuentros con los imanes en las mezquitas, nos hicimos buenos amigos.

Camel, el nombre de comerciante de aquel chico, me invitó a cenar esa noche en su barco; quería que conociese a sus amigos. Al caer la noche, nos encontramos en el mismo lugar en el cual nos conocimos y bajamos al barco con la comida que él y sus amigos habían comprado. Como es típico de allí, abrieron las diferentes papelinas y allí mismo, sobre las tablas del barco, me ofrecieron una degustación de la comida árabe. Ya que por la mañana habíamos hablado de todo un poco, él sabía que no comía carne ni pescado y solo trajo comida vegetariana. Había tenido oportunidad de probar la mayoría de alimentos en El Cairo y se sorprendieron de que la comida picante me gustase.

Nos fuimos haciendo cada vez más amigos hasta el punto que, pasada la media noche, me invitó a una fiesta que hacían en su barrio. Como me lo estaba pasando muy bien, acepté y después de recoger la cena, nos fuimos a pie recorriendo las calles y callejones hasta llegar al lugar donde se celebraba la fiesta. Allí, Camel me presentó a su familia y compartimos unos momentos de hermandad y cariño. Al despedirnos, nos dimos los números de teléfono y nos abrazamos como dos viejos amigos.

Viajando hacia Asuán pensé que si no fuese por el calendario, hubiese dicho que llevaba meses allí; tan solo hacía trece días que había llegado. Qué montón de recuerdos y amigos conocidos. Miré la guía y memoricé los lugares que me gustaría ir a ver.

Uno de esos lugares fue el jardín botánico que se encontraba en una isla en medio del río Nilo y al que solo podía acceder mediante una barca. Recorrí el paseo que daba al lado del Nilo preguntando precios y familiarizándome con el lugar. Comí en un banco de piedra con unas vistas preciosas hacia el Nilo y las colinas de arena rojiza al fondo. Me quedé toda la tarde embobado con el paisaje y disfruté de una preciosa puesta de sol sobre el río y las dunas. Personalmente, la zona más bonita de Egipto cercana al río es Asuán.

La mañana siguiente, como ya sabía los precios para alquilar una embarcación para todo el día, fui hacia el paseo del Nilo a esperar ofertas de los barqueros. Mohamed, un joven delgado, alto y bien morenito, es el chico que se llevó el gato al agua.

Acordamos el precio y los lugares a visitar. Primero me llevó al jardín botánico. Un lugar hermoso. Estuve mucho tiempo recorriendo las pequeñas avenidas entre miles de especies vegetales. Me habría quedado allí toda la mañana con esa paz y esa tranquilidad. Sin duda, es un lugar que se debe visitar.

Regresé al barco y Mohamed me recomendó un lugar al que ir: un monasterio al otro lado del río. Como teníamos tiempo, le dije que probásemos. Al llegar al lugar, me pedían más dinero para llevarme en camello desde la orilla del río hasta el monasterio que se encontraba a unos kilómetros de allí. Como no me apetecía, me dispuse a volver al barco y, justo en aquel momento, allá a lo lejos, vi una construcción en medio de las dunas que me llamó la atención. Sin pensarlo, le dije a Mohamed que esperase y me fui andando por el desierto hacia ese lugar. Después de caminar una hora, cuando faltaba poco para llegar, pude apreciar una pequeña construcción en ruinas, como si de una ermita se tratase. No era muy vistosa que digamos, pero me acerqué más para ver qué es lo que me había atraído hacia ese lugar.

Al subir la última duna pude apreciar el increíble paisaje: desde allí a lo alto se veía todo el valle de Asuán y el río Nilo cruzándolo de punta a punta. Me tapé bien la cabeza con un pañuelo y me quedé meditando, contemplando tal espectáculo. Al regresar, Mohamed me preguntó: «¿Dónde has estado?». Se le veía preocupado, normal. Le expliqué el pequeño viaje mientras echaba velas para continuar el paseo río arriba. Navegamos toda la tarde charlando y compartiendo hasta la puesta de sol.

De regreso al hotel, me compré una bolsa de palomitas –que son mi vicio– y fui a sentarme en un banco de madera cerca de un mirador con vistas al río. Mientras observaba el reflejo de la luna sobre las aguas, un grupo de estudiantes se acercaron a conocerme. Se sentaron a mi lado y alrededor del banco y empezaron a hacer preguntas en inglés. Por lo que pude entender, eran un grupo de estudiantes de una escuela de Lúxor. Uno de sus profesores se acercó y mantuvimos una conversación. Habían venido a visitar Asuán y los yacimientos arqueológicos. Más tarde, también se acercó otro profesor –éste de filosofía– y nos pusimos a intercambiar conceptos sobre la creación. Nos hicimos amigos y nos dimos los teléfonos para llamarnos y vernos el próximo día.

Solo me quedaba visitar dos sitios más de Asuán: la presa y las tumbas. Le dediqué un día a cada lugar y, tal y como habíamos quedado, llamé a mis amigos de Lúxor para compartir un día en la Alta Presa de Asuán y el Templo de Filé. A la mañana siguiente eché un vistazo al mapa y cerca de Asuán estaba Abu Simbel, pero ya no me apetecía ir a ver más templos. Volví a hojear el mapa y busqué un sitio que me atrajera más. Recuerdo que solo al mirarlo mis ojos se dirigieron a las palabras «Mar Rojo», así que tomé rumbo hacia Hurgada.

Después de un montón de horas en autocar, llegamos a la ciudad. Lo primero que hice fue buscar un hotel económico y lo siguiente, dar una vuelta por la ciudad. Como solía hacer, recorrí la ciudad a pie. Casi todos los días caminaba una media de veinte o treinta kilómetros; así podía impregnarme de la esencia de la ciudad y sus habitantes.

En uno de esos paseos, vi un cartel en el que se anunciaba un paquete de viaje para viajar hacia Marsa Alam para hacer esnórquel y bañarse con delfines. Mi corazón dio un vuelco. «Es uno de mis deseos, ésta es mi oportunidad», pensé. Entré a la agencia y pedí precios. Como era muy caro, decidí preparar el viaje por mi cuenta. Me conecté a Internet y busqué información. Solo me quedaba poner rumbo a Marsa Alam. Estuve cinco días alojado en un fantástico hotel e hice esnórquel, pero no hubo suerte con los delfines. Hice muchos amigos e incluso conocí a un grupo de rusos con los que, durante unos días, compartimos unos buenos momentos jugando al billar, bailando, comiendo… Quedamos en volvernos a ver cuando fuese por Moscú.

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El mensaje de la voz interior: viajar sin dinero al monte Sinaí (monte de Moisés)

Emprendí la vuelta a Hurgada para coger el ferry que me llevaría hasta el Sharm el-Sheikh y desde allí hasta el Monte Sinaí. La noche antes de partir hice mi meditación como de costumbre. Esa noche escuché a mi voz interior: «tu viaje hasta el monte de Moisés tiene que hacerse sin utilizar el dinero, y tienes que llegar antes de que se acabe el día. Déjate llevar y confía, que todo se te dará». La mente se puso en marcha y estuve un tiempo cuestionándome, pero como en otras ocasiones, calmé mis pensamientos y decidí confiar en mi voz interior.

El ferry atracó en el puerto y ese fue el principio de mi prueba de fe. Tenía que recorrer tres cientos kilómetros hasta llegar al monte Sinaí, hacerlo sin gastar dinero y antes de que se acabara el día.

Lo primero que hice fue ir a la estación de autobuses y preguntar si me podían llevar sin pagar. Cuando llegué, pregunté por el autocar que iba hacia el monte Sinaí y si me podían llevar, que no tenía dinero, y la respuesta fue rotunda: «No». Y yo que creía que iba a ser fácil…

De modo que me dirigí a la carretera a hacer autostop. La gente que pasaba me miraba con una cara que ni te cuento. Muchos pensamientos pasaron por mi cabeza pero, como de costumbre, no les hice caso. Como no paraba nadie, empecé a caminar. Cuando conseguí parar todos los pensamientos negativos, me recordé de la frase que oí en mi interior: «Confía, que todo se te dará». La verdad, mucha confianza no había tenido hasta ese momento, así que paré de andar y me senté en una roca a meditar.

En ese momento, me vinieron imágenes de cuando yo pasaba de largo al ver un autostopista y que nunca paraba a recoger a nadie por miedo a saber quién sería. Oí la voz que me decía: «¿Cómo quieres que paren si tu casi nunca has parado a nadie?». Sentí que tenía que pedir disculpas por no haber ni mirado a la persona que hacía autostop y, por lo menos, sentir si necesitaba ayuda o podía confiar en él/ella.

Después de un tiempo reflexionando, me puse de nuevo en marcha con la seguridad de que pasase lo que pasase, llegaría al monte Sinaí antes de finalizar el día.

Momentos después de ponerme en marcha –aún me estaba acabando de arreglar la mochila–, una furgoneta de color blanco se paró a mi lado y me preguntó a dónde iba. No hablaban inglés. Suerte que había aprendido algunas palabras en árabe y con eso y gestos me pude hacer entender. El conductor del vehículo me hizo un gesto con la mano queriendo decir: «¿Tienes dinero?». Mi respuesta fue: «la la», que significa “no”. Se miraron uno al otro y me hicieron la señal de que subiese. Cuando llevábamos un largo trecho recorrido, se pararon y me hicieron saber con señas que el viaje se acababa allí. Les di las gracias y continué mi camino.

El sol era abrasador y ya me había bebido casi toda el agua que llevaba. No recuerdo cuánto tiempo llevaba caminando sin pasar nadie. «Aunque estoy acostumbrado a ayunar, con esas condiciones y la mochila que cada vez pesa más no vendría mal algo de comer», pensé. Ya me había acabado todas las reservas y los pensamientos volvieron a hacer de las suyas, pero mentalmente me repetía el mantra que escuché: «Confía, que todo te se dará». Así que continué caminando, rezando y reforzando mi confianza a cada paso.

A lo lejos oí un coche que se acercaba. Me giré y le hice señas con la mano para que se parara. Se detuvo a mi lado y en su interior había dos jóvenes que se quedaron mirándome. No hablaban inglés, así que recurrí a unas pocas palabras aprendidas y me hice entender como pude. Me hicieron una señal de «no» con el dedo y me señalaron un desvío; entendí que se dirigían a un poblado que veía cerca de allí. Me hicieron la señal de que, si quería comer o beber, fuese con ellos. Les señalé el sol y les hice entender que tenía que estar en el monte antes de que se hiciese de noche y que no podía desviarme. Nos despedimos y continué mi viaje.

No sé cuánto tiempo pasó, pero oí el sonido de una motocicleta acercándose. Me giré, más por curiosidad que por otra cosa, y pude ver cómo dos personas se iban acercando. Al llegar cerca de mí, los pude reconocer: eran los dos jóvenes con los que había hablado antes. Se pararon a mi altura y uno de ellos, con un gesto de ofrecimiento, me entregó una bolsa de plástico. Miré en su interior y pude ver que me traían agua y comida. Les di las gracias y se marcharon, alejándose cada vez más por aquella desértica carretera. Di las gracias a Dios y, emocionado, empecé a mirar qué tenía para cenar.

Al coger un paquete de galletas del interior de la bolsa, me percaté de que había un papel. Me llamó la atención porque era como las hojas de esas libretas que utilizan los niños en las escuelas cuando aprenden a escribir. Lo cogí y leí lo que decía: «I love you». Me saltaron las lágrimas de gratitud y di las gracias por toda aquella experiencia. El mensaje estaba claro: «No estás solo. Dios está en todas partes». Así que, colmado de alegría y con el estómago lleno, emprendí de nuevo el viaje.

Un rato más tarde hice señales a un minibús para que parara. Como de costumbre, me hicieron la señal del dinero y respondí que no tenía. Se miraron los dos hombres y alguien desde la parte trasera del vehículo les dijo algo y me hicieron señas para que pusiese la mochila en el portaequipajes y subiese. Mencionaron que solo me podían llevar hasta el cruce de carreteras y asentí con la cabeza. Llegamos al cruce, me bajé del vehículo, les di mil gracias a todos e internamente a Dios y continué mi aventura.

El sol se estaba poniendo y, según el mapa, me faltaban cien kilómetros desde el cruce hasta mi destino. No tenía miedo; algo me decía que no me preocupase, que llegaría allí antes de medianoche. Empecé a caminar y, al cabo de unos minutos, un coche cogió el cruce y se dirigió hacia mi posición. Como de costumbre, levanté la mano para que parara y se acercó a mí con la ventanilla bajada. Hablaba perfectamente el inglés y me preguntó a dónde iba.

−Al monte de Moisés.

−Sube. −Una vez en el coche me pareció como si me regañase−: Pero ¿tú sabes que faltan más de noventa kilómetros para llegar? ¿Y si no llego a parar? ¿Sabes que han muerto muchas personas en el desierto? A esta hora, la temperatura desciende mucho.

Yo le respondí: −Pero has parado y me has recogido, ¿no? ¿Qué ha hecho que pararas y me subieras? Alá nunca nos abandona, siempre está con nosotros. −Durante el viaje le expliqué mi historia y, en uno de esos momentos, le pregunté su nombre.

−Me llamo Moisés y soy director en el monasterio de Santa Catherine, al pie del monte Sinaí. −Esbocé una larga sonrisa y le dije:

−¡Ves cómo Alá nunca nos abandona!

Así que montado en un Seat 127 de color verde oscuro y con Moisés al volante dirigiéndonos hacia el monte Sinaí, no podía ser más graciosa la historia.

En la guía leí que allí es donde, supuestamente, Moisés recibió los diez mandamientos de Dios y que, actualmente, es un lugar de peregrinaje y de encuentro entre las tres religiones mayoritarias del mundo: la musulmana, la cristiana y la ortodoxa.

Repasando mentalmente la historia, no lo acababa de creer: Moisés condujo a su pueblo a través del desierto y en ese momento yo iba con un conductor llamado igual que él y por el mismo sitio. Y encima, mi proyecto de vida era la unión de todas las religiones y grupos en el respeto y el amor; y en ese momento me dirigía hacia un lugar que se consideraba el nexo de unión entre tres religiones que compartían una historia en común. ¡Qué cosa más mágica!

Mientras nos íbamos acercando cada vez más al monasterio, Moisés me iba comentando un poco la historia del monte Sinaí y me dijo que, a día de hoy, se consideraba una zona protegida, una reserva natural y que había que pagar una tasa a la policía para poder acceder. Medio sonriendo, me dijo:

−Aquí tendrás que pagar porque si no pagas, no te dejarán entrar.

Respondí: −Será lo que Dios quiera.

Llegamos al punto de control. Moisés le mencionó al guardia que ese día llevaba compañía y si tenía que pagar. El guardia ni siquiera miró y levantó la mano para que alzara la barrera. Moisés me miró con una sonrisa en sus labios y yo le correspondí; no hacían falta las palabras. Llegamos al monasterio y allí nos despedimos. Me deseó suerte y yo a él.

Las estrellas ya brillaban en el firmamento y aún tenía que llegar a la cima. Hacía un frío que cortaba el aliento y busqué mi jersey de manga larga atado en mi cintura. ¡Qué sorpresa! Ya no estaba. Recuerdo que me lo saqué en el minibús para después guardarlo en la mochila. Seguro que me lo dejé allí. Menos mal que también llevaba un chubasquero y, al menos, me protegería un poco del frío. Aun así, el frío penetraba y tenía algunos escalofríos. Me pondré en marcha −pensé− y así entraré en calor.

Unos metros más arriba, me paró un señor y me preguntó a dónde iba. Le dije que tenía que estar en la cima antes de medianoche. Se me ofreció para hacerme de guía; eso sí, cobrando. No tengo dinero −le dije. Y él respondió que aquello era un parque nacional protegido y que no podía ir sin guía. Le repliqué que yo me iba a la cima, y si quería detenerme que avisara a la policía, pero que yo tenía que llegar allí. Me hizo el gesto de que estaba loco y me indicó que era muy peligroso si no sabía el camino. No le hice caso y continué avanzando hasta que me detuve en un cruce del camino, no muy lejos de allí donde aún estaba ese señor mirándome. Iba a coger el de la izquierda cuando oí, a lo lejos, «derecha, derecha». Le di las gracias y continué subiendo.

En la guía leí que el ascenso duraba una media de dos a tres horas, pero claro, eso era con la luz del día y sabiendo el camino, así que no podía entretenerme. La luna no ayudaba mucho –su parte iluminada marcaba bien claro una fina ce y, como la luna siempre miente, estaba decreciendo–, el camino iba serpenteando y no era muy reconocible, en algunos puntos tenía que pararme y agudizar la vista para diferenciarlo del resto de la montaña. Llegó un momento en el que no sabía dónde estaba: miraba y miraba, pero no podía reconocer el camino. Así que me orienté por instinto y fui subiendo montaña arriba.

Cuanto más subía, más frío hacía. Sin rumbo y helado volví a repetir el mantra: «confía, que todo se te dará». Y, de repente, allí en lo alto, vi unas luces que serpenteaban. Cambié la dirección y me dirigí hacia las luces. Anduve hasta que me topé con un muro de piedra. Me di cuenta de que había vuelto al camino. Salté el muro y deduje que había subido montaña a través. Las luces se aproximaron y vaya susto que les di. Una voz en español dijo:

−¡¿Quién está ahí?!

Mantuvimos una corta charla… Ellos eran argentinos y me explicaron que se habían quedado a ver la puesta de sol, pero como hacía tanto frío, nadie se quedaba a dormir en la cima y bajaban a los refugios. Les pregunté si se tenía que pagar en los refugios y la respuesta ya la conoces.

Así que siguiendo sus instrucciones, fui montaña arriba. El viento azotaba fuerte, pero mi determinación también lo era. Pasé por delante de varios refugios cercanos a la cima y en uno de ellos, un árabe me ofreció dormir. Le dije que tenía que estar en la cima antes de medianoche. Él me preguntó que dónde dormiría y le respondí que llevaba saco de dormir y que lo haría en la cima. Me dijo si quería unas mantas, que hacía mucho frío. Pensé: “Hombre, unas mantas me irían de perlas”. Pero como se tenían que pagar, las rehusé. Me trató de loco y que ni él, que estaba acostumbrado, dormiría aquella noche a la intemperie con un saco de dormir. Lo calmé y le conté que el saco que llevaba soportaba temperaturas muy bajas. Bueno, al menos eso es lo que ponía en la etiqueta, porque aún no lo había probado. Como quedaba poco para llegar y el tiempo se acababa, me fui pitando.

 

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¡Llegué a la cima!

¡Por fin llegué! Como estaba muerto de frío, rápidamente busqué un sitio para instalar el saco, uno que estuviese resguardado del aire y tuviese buenas vistas para ver salir el sol que, según dicen, es impresionante. Después de varias intentonas, encontré un lugar al lado de una ermita, pegado a su muro. Me puse en el saco vestido y con escalofríos por aquí y por allá, me quedé contemplando el cielo estrellado.

De repente, apareció una luz que cruzó el firmamento de este a oeste. Había visto anteriormente estrellas fugaces, pero aquella era la más grande. Era enorme; debía de haber sido un buen trozo de meteorito, porque el destello que desprendió se podía comparar como si fuesen fuegos artificiales. Qué momento tan precioso que guardaré siempre en mi memoria. Me pareció que el universo entero me daba la bienvenida y, como un niño, me puse a llorar y rezar dando las gracias por ese día tan mágico.

No podía dormir de tanto frío que tenía y, por un momento, decidí ir a un refugio, pero un pensamiento me lo impidió: «el frío no existe, todo está en tu mente», así que repetí este mantra y visualicé cómo un sol radiante me alumbraba y daba calor. Con esta técnica conseguí dormirme, pero un barullo de gente me despertó. Un grupo de rusos ortodoxos venían a hacer sus plegarias a la cima antes de la salida del sol. Buscaban un sitio para hacer la ceremonia, pero el frío era tal que, aun llevando mantas, estaban helados. Me vieron y creo que pensaron que si yo estaba allí, seguro que era un buen lugar para estar resguardados del frío.

Empezaron a rodearme y a sentarse por allí cerca. Vino el guía que les acompañaba y me preguntó si me molestaban. Le dije que no con la cabeza porque yo estaba todo tapado con el saco de pies a la cabeza y acurrucado para dejarles sitio. Me fijé bien y todas eran mujeres menos un sacerdote de cabellos blancos y una larga barba blanca, vestido con una sotana y una enorme cruz que le colgaba del cuello. Las llamó a todas y se pusieron a celebrar la misa a un escaso metro de donde yo estaba. «Bueno –pensé–, si no puedes con ellos, únete», así que seguí la misa acurrucado en el saco y lo único que entendía era el aleluya. «¿Cuántas ocasiones tendría de asistir a una misa ortodoxa en el monte de Moisés?», pensé. Dios está en todas partes y en todas las ceremonias; qué buena ocasión para rezarle y darle las gracias por todo.

El sol estaba a punto de salir y la cima se llenó de gente de todos los países. Un punto de unión entre culturas. Todos buscaban el mejor lugar para ver el espectáculo. Habían subido la montaña después de un madrugón y de tres horas más o menos de caminata solo para ver la salida del sol. Todas las rusas se habían colocado delante de mí y, como si de una pared humana se tratase, no veía ni el horizonte. Pero no tenía ganas de salir de mi saquito tan calentito y mover todos los bártulos. Bueno, sentí que no tenía importancia y que si Dios quería, mañana sería otro día. ¡Tenía todo el tiempo del mundo!

Los primeros rayos de sol despuntaban desde el horizonte y la gente empezó a gritar, cantar, bailar, rezar… Una explosión de alegría lo inundó todo. Minutos después, la cima se fue vaciando; les aguardaban dos o tres horas de descenso antes de que el sol empezase a quemar. Una rusa se me acercó y sacó unos caramelos del bolsillo; imagino que lo hizo como muestra de gratitud por cederles el lugar. Otra mujer rusa sacó su monedero y me dio un dólar que aún conservo. Detrás de ella, una chica me miró y se quedó un momento pensativa. Al cabo de un rato, puso la mano en una bolsa y sacó un jersey azul; y con las dos manos juntas, como si me ofreciese una ofrenda, valga la redundancia, me lo entregó y me pidió permiso para hacerme una foto con ella. Como en los anteriores regalos, junté las manos en el corazón y me incliné ligeramente como muestra de agradecimiento.

¡Qué bien, era de mi talla! Y qué calentito era. Cerré los ojos y di gracias a la Esencia de la Vida, Dios, Alá, universo… por todos esos regalos. Como tenía resuelto el problema del frío, decidí que me quedaría una noche más. Más o menos ya lo había decidido, pero en ese momento estaba muy claro.

Durante todo el día hice muchos amigos. Los guardianes de los refugios venían a ver al irresponsable que había pasado esa noche a la intemperie y a charlar un poco de todo. Estuve compartiendo con los beduinos y otros turistas buenos momentos de compañía y charla. Al caer la tarde, me puse en el saco y contemplé la puesta de sol desde unas escaleras que daban a la entrada de la ermita. La salida del sol no la había visto, pero solo que fuese tan bella como lo estaba siendo la puesta merecería la pena pasar una noche más allí. No te puedes perder ver cómo el sol se va poniendo en el desierto y cómo las estrellas van apareciendo hasta que todo el firmamento está cubierto de ellas. Es de las cosas más bonitas que he visto.

Metido en el saco y más calentito, me fui durmiendo hasta que a la mañana siguiente, el ruido de la gente me despertó. Como el día anterior vi dónde se pusieron los guías beduinos para ver la salida del sol, me espabilé y fui a uno de esos lugares. La verdad es que impresionaba estar en ese trocito de piedra de menos de un metro cuadrado, pero como me enseñaron la técnica para acceder a la cornisa, me quedé allí esperando, junto a los demás turistas, el primer rayo de sol.

El momento tan esperado se produjo y, como en el día anterior, la gente gritaba, aplaudía… Fue un instante precioso: el sol parecía que saliese por el horizonte en el mar y, en realidad, era el desierto. La gente, el lugar… Todo acompañaba para vivir una de las mejores experiencias de la mañana. A lo lejos, oí una frase en catalán y pensé: «¡Catalanes en el Sinaí! Voy a saludarles».

 

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Rescate en el monte de Moisés

Cuando me acerqué y les saludé, vi que estaban hablando sobre una mujer que estaba tendida en el suelo. La señora tenía muy mala cara; sentía escalofríos por todo el cuerpo. Según oí, sufría una hipotermia.

Al verla allí tirada en el suelo con solo una manta que la tapase y ver que todos comentaban pero nadie hacía nada, me fui a ayudarla. No podía hacer mucho por ella, pero al menos le daría ánimos y cariño en ese momento tan delicado. Al ponerme a su lado, le puse las manos en la cabeza y la frente. Las frotaba una y otra vez para darle calor y repetía internamente un mantra.

Una persona se me aproximó y me señaló el brazo y la pierna. Aparté la manta con cuidado para ver a qué se refería. ¡Caramba, qué sorpresa! Tenía el brazo y la pierna entablillados con unas maderas y unos pañuelos. Las heridas no estaban abiertas, pero se podía ver que estaban fracturadas y diría que no tenían buen aspecto.

En ese momento, recordé todo lo que había aprendido en mis meses de servicio militar en un puesto de la Cruz Roja de Les Borges Blanques. Con gestos y como pude, hice que algunas personas me ayudasen a moverla con cuidado. La trasladamos al lugar en el que yo había pasado la noche. En ese momento tocaba el sol y, al menos, estaría resguardada del viento frío. Pedí mantas antes de colocarla en el suelo y otras más para taparla muy bien. Volví a frotar fuertemente mis manos, una palma contra la otra para despertar la energía en ellas, ahora con mucho más vigor que antes, y con el calor generado le puse las manos en el cuello. Repetí la acción más veces en diferentes zonas y pedí que me ayudaran a incorporarla un poco para que le diese mejor el sol.

Pregunté si alguien viajaba con ella y un señor que hablaba un poco el inglés me entendió. Me explicó que venían de Polonia y que la señora, la cual no conocía, se había caído del camello subiendo a la montaña. Me señaló a otra mujer que tenía detrás de él: estaba de pie, inmóvil y llorando; creo que en estado de shock. Estaba afectada por todo lo que estaba sucediendo. Estanislao, me parece que se llamaba el señor, me comentó que ella era su compañera de viaje. Le pregunté por su guía y dónde estaban todos los demás. Me hizo entender que la habían dejado allí y que descendieron en busca de ayuda. «O sea, que solo estáis vosotros dos de todo el grupo», dije indignado. Me respondió con un gesto de impotencia, como queriendo decir: «Pues ya ves».

Cuando comenzó a recobrar la conciencia miss Lady, como yo llamé cariñosamente a la mujer herida para darle ánimos, les pedí a mis nuevos amigos, los guardianes, si tenían una bebida con azúcar para mojarle los labios. Con un poco de suerte, al lamérselos, algo de azúcar entraría al organismo. Volví a hacerle el traspaso de energía y, al cabo de un rato, ya podía hablar. Preguntó por su amiga y le pedí que se aproximara y le cogiese de la mano.  Las miré a los dos y les dije que no se preocupasen, que yo les ayudaría. Estanislao tradujo y una sonrisa se esbozó en sus caras.

Ahora que había recobrado el conocimiento y estaba de más buen humor, había que sacarla de allí. Pregunté a los guardianes si habían llamado a la Cruz Roja y me dijeron que la ambulancia solo podía llegar hasta el pie de la montaña. Furioso, dije: «¡¿Qué?! ¡Esta mujer no se puede quedar aquí mucho tiempo; se va a morir! Hay que hacer algo», y como vi que nadie se movía, les di un sermón: les expliqué que todos éramos hermanos, hijos de un mismo Padre, y si dejaban morir a su hermana, Dios les castigaría. Que dónde estaba su fe. Que mucho rezar y rezar, pero en el momento de la verdad no hacían nada para ayudar al prójimo. Que en caso de que fuese su madre la que estaba allí, si la tratarían igual que la estaban tratando a ella. Parece que el sermón dio resultado y empezaron a movilizarse. Eso sí, no sin antes regatear con el precio. Estanislao salió al frente ante tal asunto e indicó a los portadores que pagaría quinientas libras a cada uno.

¡Pero qué brutos son! Se les había ocurrido desmontar una puerta de hierro y utilizarla como camilla para bajarla por la montaña. Les dije si estaban locos, que pensaran un poco la situación –el peso de ella más la verja de hierro y unos escalones de hasta tres palmos–, que si querían matarse. Rotundamente les dije que no y pregunté si podían conseguir una camilla. Tardaron dos horas en subir una pero, al final, ahí estaba.

Entonces tocaba saber quién la bajaría. Eran necesarias cuatro personas para llevarla y yo me ofrecí voluntario para ponerme al frente. Visto lo visto con la puerta de hierro, pensé: «Estos son capaces de bajar saltando como cabras y despeñar a la mujer montaña abajo». Estanislao pactó el precio y tres muchachos se ofrecieron a ayudarnos por una bonita recompensa. Gracias a ellos de todas formas que lo hicieron, ya que yo no lo hubiese hecho ni por todo el oro del mundo: unos escalones de piedra de tres palmos, vías estrechas que casi no cabíamos con la camilla y mucho sufrimiento. Al principio, no podíamos ponernos la camilla sobre los hombros y teníamos que cogerla con una mano, y si a eso le sumas que debíamos ir despacio vigilando donde pisábamos y el desnivel… Bueno, toda una odisea.

Estuvimos más de ocho horas en hacer todo el recorrido. Había momentos en que parecía que las piernas se me iban a doblar y todos nos íbamos a hacer puñetas. Llevaba dos días casi en ayuno, casi sin beber y mi cuerpo ya no aguantaba más. A cada paso pedía a Dios que nos diese fuerzas para soportar tan tremenda prueba y me repetía: «Confía, confía, que todo se te dará».

Al fin, pudimos llegar al punto donde nos esperaba la ambulancia. Estábamos todos exhaustos; aunque a mitad de recorrido nos habíamos ido turnando de posiciones, teníamos los hombros llenos de moratones y llagas en las manos. Las piernas justo nos sostenían y ya no sabía quién necesitaba más la ambulancia, si ella o nosotros. Es broma, pero es para que te hagas una idea de cómo llegamos.

Los portadores pidieron el dinero de los servicios prestados a Estanislao. Sacó el dinero y fue entregando los honorarios a cada uno de ellos. Se dirigió hacia mí y me preguntó: «¿Cuánto dinero quieres tú?». «¿Dinero? No, no, Dios ya se encarga de mí cada día, gracias». Él, de todas formas, como gratitud, me regaló un cruz de madera que, según me hizo entender, era un valioso recuerdo de familia. Aunque yo no soy de llevar símbolos, me lo colgué al cuello y le di las gracias por ese regalo tan valioso.

Más tarde, unos policías muy amables me llevaron a un campamento beduino y, sin exagerar, estuve durmiendo un día entero. Cuando me desperté el día siguiente por la tarde, parecía como si un millar de agujas estuviesen clavándose en mis músculos. Tardé tres días antes de poder ponerme en marcha hacia Alejandría.

Semanas más tarde, recibí un mensaje de Estanislao, ya en España, dándome las gracias de parte de miss Lady explicándome que se había recuperado bien de todas sus heridas. Como dijo María Teresa de Calcuta: «Esto no se hace ni por todo el dinero del mundo». Hay algo superior que emana de nosotros y que si estamos receptivos, nos empuja a obrar de esta manera. Yo lo llamo «amor incondicional».

Mi viaje por Egipto estaba a punto de llegar a su fin. Me alojé en un hotel de Alejandría para descansar del largo viaje y poder ir a ver la biblioteca de la ciudad. Si vas por Egipto no puedes olvidar hacer una visita a la biblioteca más grande del mundo.

 

 

 

Vuelo cancelado al Himalaya

Llegó el día de despedirme de Egipto. Una aventura acababa y otra empezaba. Me levanté, hice mis prácticas matutinas como de costumbre y me preparé para coger el avión hacia Delhi (India) y, de allí, al Himalaya.

Pagué la cuenta del hotel y, al ir a buscar un taxi, sonó el teléfono móvil. Miré en la pantalla: «Casa»; seguramente era mi madre Mª Luisa. Descolgué para ver qué decía. Nos saludamos y me contó que mi abuela materna, de nombre Sebastiana, estaba muy enferma y podía ser que de ésa no saliera, que si quería regresar a España. Le recordé que ese día precisamente me iba a la India, que en pocas horas tenía que coger el vuelo y que no podía hacer nada por ella. Mi madre, con resignación, me dio la razón y quedamos en que la llamaría al llegar. Tras colgar, mi voz interior me habló:

«Tu familia te necesita. No tienes que hacer nada que no sepas, solo tienes que estar allí como lo has hecho durante todo este tiempo en Egipto, solo estar. Lo importante no es lo que tú creas que puedes o no puedes hacer; lo verdaderamente importante es que confíes, que te dejes guiar. ¿De qué sirve meditar cada día en el Himalaya cuando puedes hacerlo en todas partes? Ahora tu mayor maestro será tu familia. Lo importante no es dónde estás, sino estar.»

Después de escuchar estas palabras en mi corazón, llamé a mi madre y le dije que anulaba el viaje y que regresaba a casa. Mi madre se echó a llorar y me di cuenta de que necesitaba mi apoyo.

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La enfermedad de mi abuela

Cuando llegué al hospital y vi a mi abuela tan desmejorada, comprendí a mi madre. Por otra parte, la abuela necesitaba a alguien todo el día allí, con ella. Hicimos turnos: mi madre se quedaría por las mañanas y yo, que tenía más disponibilidad, le haría compañía durante el resto del día. «La abuela siempre ha cuidado de todos y ahora tenemos la oportunidad de hacerlo nosotros por ella», pensé.

Quizá sabes lo que es tener a un ser querido en el hospital, y más aún si también todos los parientes cercanos trabajan. Si no lo sabes, mejor. De modo que tomé la decisión de quedarme con ella todos los días en el hospital y cuidarla como ella había hecho conmigo cuando era pequeño.

Te tengo que decir que, gracias al Yoga, pude aguantar el ritmo de las noches en vela y los cambios de horario. Adapté mi biorritmo al de mi abuela. Cuando ella dormía, yo dormía o meditaba; cuando acababa de darle de comer, yo comía después; cuando estaba despierta, le hacía compañía y la animaba. Casi nunca dormía más de dos horas seguidas y por las noches casi nunca pegaba ojo. Gracias a la meditación, pude mantener ese ritmo de dormir a deshoras. El trabajo fue intenso, pero también fue una oportunidad para poder practicar el autocontrol. Si tú estás en equilibrio, todo lo que sucede a tu alrededor se convierte en equilibrio. Creo que hay que convertirse en un diapasón de buenas vibraciones para que, por simpatía, los demás vibren en la misma melodía. Si ellos quieren, claro está.

Cuando me marché hacía ya más de un mes a Egipto, mi abuela tenía dos úlceras de presión en cada pierna. Recuerdo que eran pequeñas y se las curaba sin problemas. Me quedé de piedra al ver que las heridas se habían extendido a casi la totalidad de la espinilla. Los médicos decían que seguramente tendrían que cortarle la pierna. No te voy a comentar nada más de esto ni todo lo que pasamos con los médicos; de sobras sabes lo que es eso. Le pusieron una transfusión de sangre y nos mandaron para casa. «Nosotros no podemos hacer más», nos dijeron. Durante ese año habíamos pasado varias veces por el hospital y, casi siempre, el diagnóstico era el mismo: hay que cortar.

Gracias a que una doctora, con un poco de ayuda, escuchó esa vocecita en su corazón que le dijo que por muy mayor que fuese mi abuela tenía que ser operada, que la esperanza es lo último que se pierde y gracias a todo lo aprendido en la Cruz Roja, al amor y el cariño de la familia, en especial el de mi madre, las heridas se han cerrado y ahora mi abuela conserva la pierna.

Es difícil de explicar todo lo hecho por la familia y amigos este año, pero lo que quiero hacerte llegar no son mis logros, sino decirte que hay algo en nuestro interior más sabio que la propia mente. Si aprendemos a escucharlo, la felicidad está garantizada.

Volviendo al día 13, me dirigí en tren a ver a mi familia que hacía días que no sabía nada de ellos. Mi abuela estaba estupenda: solo hacía falta que se le curasen unos dedos del pie. Un año atrás, ni nosotros ni los médicos dábamos un duro por ella y ahora, después de tantos mimos y dedicación, aún podríamos volver a verla andar. Ese día lo compartí con ellas y me quedé a dormir en casa de mi madre.

 

 

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