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Relato del viaje a México

México y chamanismo

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RELATO DEL DÍA 9 DEL LIBRO:

…aquel era día de limpieza, pero primero te voy a contar una cosa para que puedas seguir el hilo del porqué de este diario y memorias.

El lugar en el que me encontraba era una casita de campo que tenía su historia. Unos años atrás, con mi ex-novia, aunque me gusta más decir la amiga con la que compartí siete años de mi vida, decidimos hacer un viaje a México con un grupo de personas que estaban practicando radiestesia y feng shui.  Ella estaba haciendo el curso y gracias a todo lo que aprendió, de rebote, yo también lo aprendí. ¡Qué suerte la mía! Aquí le dejo este agradecimiento por todos esos años compartidos. Sin ella, no cabe duda, yo no estaría donde estoy. Gracias amiga del alma por toda tu dedicación, amor y cariño.

Diario de un buscador en 28 días de ayuno y meditación

Descubre la Mente de un «loco» Feliz: quizás al hacerlo, cambie tu vida.

Resulta que le preguntó a su maestro si también me podía apuntar al viaje. Chiqui, que es como se llama su maestro, le dijo que no había ningún inconveniente en que fuésemos los dos, y ese sin duda fue el principio de lo que hoy es mi vida como ser consciente.

El viaje de ida fue formidable y los compañeros de viaje también. Son unas bellísimas personas. Llegamos al aeropuerto y Chiqui ya nos estaba esperando. Esa fue la primera vez que tuve contacto con él y con el grupo al completo. Alguien en el avión nos aconsejó a los dos que ese viaje probáramos de hacerlo como simples amigos, que evitáramos el apoyo que las parejas se dan siempre y que nos dejásemos fluir. Lo hablamos y, más o menos, quedamos de acuerdo en que iríamos más sueltos, dejándonos experimentar cada uno cualquier situación por muy complicada que fuese.

El lugar al cual nos dirigíamos, la selva mazateca, estaba un pelín lejos de Distrito Federal, así que fuimos aprovechando para recrearnos la vista con esos hermosos paisajes tan cambiantes por donde pasábamos. Una de las paradas que estaban previstas era visitar las pirámides de Teotihuacán.

Las pirámides de Teotihuacán

Estuvimos paseando por el lugar mientras el resto del grupo hacía prácticas de radiestesia en una de las plataformas al pie de la pirámide. Subimos los escalones de la pirámide de La Luna e intentamos sentir la energía paseando por una de las terrazas de la pirámide. Más tarde, nos reunimos en la cima e hicimos un trabajo con la acupuntura de la tierra.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí sentados meditando, pero ahora estoy seguro de lo que sentí. Mis energías internas se incrementaban con cada instante en ese lugar. Me sentía lleno de vida y con ganas de comerme el mundo. Que, por cierto, esa misma energía me acompañaría durante muchos días después.

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La selva mazateca

Al llegar, lo primero fue buscar un sitio para aparcar el vehículo, ya que teníamos que dejarlo allí durante quince días. Después nos pusimos a caminar un buen trecho para poder llegar al campamento que estaba en el interior de la selva. Nosotros dos solo habíamos leído en la página web que iríamos a hacer unas prácticas de crecimiento personal en medio de la selva, pero la verdad es que no sabíamos ni siquiera lo que nos depararía el viaje. Todo era un fluir sin saber: no había preguntas, todo estaba tranquilo en nuestro interior.

Después de un largo recorrido subiendo por el sendero que conducía al campamento, llegamos al punto de encuentro. Vimos un conjunto de chozas construidas de barro y de cañas junto a una casa también de barro, pero de mayor tamaño. Al decirnos que ya habíamos llegado pensé: «¿Dónde?». Nos presentaron a la familia que vivía allí: ellos serían los que se encargarían de nuestra manutención. También nos presentaron a una pareja mexicana de psicólogos que, junto a Chiqui y su esposa, conducirían las prácticas durante esos días.

Nos mostraron el lugar donde pasaríamos los quince días con sus respectivas noches. La cocina estaba construida con maderos y planchas de hojalata. También había dos edificaciones más hechas de cañas y barro. Una de ellas la utilizaríamos para hacer las prácticas y, a la vez, también nos serviría de dormitorio. Cuando vi aquello, pensé: «¡¿Dónde me he metido?!». La cabaña era espaciosa, sin nada en su interior; solo había una especie de banco en forma de U hecho con barro y dos vigas de madera que aguantaban el tejado. El techo estaba cubierto de cañas y hojas de palma ya disecadas. El suelo era de barro natural; solo lo habían compactado un poco, pero aún se podían apreciar las pequeñas piedras incrustadas y las irregularidades. Las paredes también estaban hechas de barro y había una ventana no muy grande en una de ellas. Vaya, todo muy rupestre.

Nos dijeron que escogiésemos un lugar para descansar y que, de ahora en adelante, ese sería el sitio en el cual pasaríamos las noches. Ya nos ves a todos buscando un lugar plano y sin piedrecitas. Misión imposible. Alguien dijo: «Pero si está todo lleno de hoyos y piedras, ¿cómo podremos dormir así?», y la respuesta fue muy reconfortante: «Tranquilos, los hoyos y las piedras os harán acupuntura mientras dormís». Se olvidaron de decirnos: «Si es que dormís». La verdad es que ahora estoy muy agradecido por esa experiencia y tantas otras, como utilizar el agua que recogíamos de la lluvia, el paisaje tan bonito a la hora de ir al baño –o, mejor dicho, abonar el campo-, vivir sin electricidad…

Los primeros días fueron un poco difíciles, sobre todo por la comida y el dormir. Como llevábamos una dieta vegetariana, por si acaso cogimos frutos secos, algún suplemento dietético y muchas más cosas. No estábamos seguros de qué tipo de comida nos iban a dar y teníamos miedo de pasar hambre. «Cómo han cambiado las cosas, Dios mío, y ahora haciendo un ayuno de veintiocho días».

Con los días, el cuerpo se fue acostumbrando a los cambios y las cosas fueron mejorando sobre todo gracias a las caminatas energéticas y a los trabajos que hacíamos en grupo. Un día que siempre tendré presente es el día de la ceremonia.

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Ceremonia con los honguitos

El día anterior nos reunieron a todos y nos hablaron de una práctica muy especial. Nos dijeron que celebraríamos una ceremonia y que teníamos que comer poco, solo pan y café mazateco –que, por cierto, ¡qué bueno es!–, que ese día no haríamos muchas actividades, que descansásemos. ¿Una ceremonia? –pensé para mí–. Bueno, vamos a ver de qué se trata.

El día de la ceremonia hicimos lo pactado y, al caer la noche, nos fuimos sentando todos juntos en el suelo, frente a la cabaña. Ese fue el primer momento que mi compañera y un servidor se enteraron de qué iba esa ceremonia: consistía en ingerir unos hongos alucinógenos y sentir qué te transmitían. Cuando fue mi turno, dije:

−No, gracias, yo no tomo drogas. −Chiqui se quedó con una cara que ni te cuento y respondió:

−¿No sabías que veníamos a hacer unas ceremonias?

−Pues no, creíamos que solamente veníamos a hacer unos trabajos en grupo. −Chiqui se acercó:

−Mira, estos son seres vivos tienen la capacidad de hacerte recordar aquello que has olvidado. No son drogas sintéticas ni nada por el estilo. Son seres con otro tipo de conciencia que están para ayudarnos, pero si no te apetece hacer la ceremonia no pasa nada, puedes ir a dormir. −Miré a mi compañera, que estaba sentada a mi lado, y dije:

−Voy a probarlo.

No estoy ni a favor ni en contra. Lo que sí puedo decir es que, como experiencia, me fue muy bien, pero también hay que vigilar de no tomar “los honguitos” muy a menudo porque pueden acarrear graves problemas. Considero que no hay que ingerirlos como golosinas y si se tiene que experimentar, se haga con gente que sepa lo que hace. En mi caso, lo hice porque en esa semana de trabajos en grupo cogí mucha confianza tanto con mis nuevos amigos como con los instructores, y eso fue decisivo para tomar aquella decisión.

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La experiencia extrasensorial

Mi experiencia fue fantástica. Viví la aventura de la vida. Era la conciencia en el momento de la primera formación unicelular y, de ahí, fui avanzando por subespecies y especies acuáticas, reptiles, aves, felinos… hasta llegar a la conciencia de un espermatozoide. Me movía como él, pensaba como él y sentía cómo iba subiendo por la vagina hasta llegar a las trompas de Falopio.

Ese fue un momento mágico. Me detuve entre la intersección de las dos trompas, como si decidiese qué camino era el mejor, “olfateando” dónde podía encontrar el óvulo. Decidí en un par de segundos escoger uno de los dos caminos y fui subiendo por la trompa de la derecha. Parecía que estuviese solo. No había conciencia de más espermatozoides; mi determinación era ir hacia el óvulo.

El encuentro con el óvulo fue impresionante. Apoyaba la cabeza contra él y empujaba con todas mis fuerzas, como si de un taladro se tratase. El óvulo era flexible como un plástico y me costaba perforarlo. Por fin, lo conseguí: sentí que mi cuerpo se partía en dos y mi conciencia se unía a la del óvulo. ¡Dios mío! No he vuelto a sentir esa unicidad nunca más, y ese fue el mayor regalo que me han hecho en mi vida.

Sin embargo, otra persona no tuvo tan grata experiencia. Vaya, que peor no lo podría haber pasado: durante horas estuvo sentada sintiendo que miles de serpientes la atacaban.

Una cosa tengo que decir: la experiencia que viví me pareció como si solo hubiesen pasado unos pocos minutos y, en realidad, estuve allí de pie más de cuatro horas. Cuando ya iba por la quinta repetición de la película –te explico: vas viendo visiones y cuando se acaban vuelven a empezar por el principio, repitiendo así toda la secuencia una y otra vez–, me dije: «Vaya, esto se repite. ¿Cómo lo hago para pararlo? ¿Cómo salgo de la rueda?». Pues con determinación, abrí los ojos y dije: «¡Basta ya!». Y todo se paró.

En ese momento, vi a otra persona sentada cerca de donde estaba y, por lo visto, no se lo estaba pasando tan bien como yo: gritaba y estaba asustada. Es lo que te he explicado antes: miles de espermatozoides la estaban atacando. Moraleja: «cuando buscas dentro de ti, no sabes lo que puedes encontrar».

De regreso: salta el detector del aeropuerto

Después de aquellos días tan maravillosos que siempre llevaré en mi memoria, emprendimos el viaje de regreso. Habían sido días tan intensos y me había recargado tanto de energía que, al pasar por el detector de metales del aeropuerto, éste sonó. Me hicieron pasar unas veces más diciéndome que me quitara todo lo de metal, pero no llevaba nada. Así que, con un detector de mano, me fueron rastreando de los pies hacia arriba buscando qué es lo que hacía saltar la maquinita.

Cuando el guarda llegó a la altura del corazón, el aparatito empezó a pitar como si se hubiese vuelto loco. El guarda se me quedó mirando y me preguntó si llevaba marcapasos. Lo negué. No se lo creyó del todo, pero me dejó pasar.

Por mi cabeza pasaron infinidad de posibilidades, pero lo cierto es que todavía hoy no puedo decir por qué pitó el detector. Sin embargo, puedo suponer que aquellos días tan intensos crearon alguna especie de magnetismo en mi corazón que hizo saltar la alarma. Mi corazón ya marcaba otros pasos, muy lejanos de aquéllos quince días antes de la llegada a México.

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La casa de campo

Todo esto te lo he explicado para decirte que después de la experiencia de vivir quince días sin agua corriente, ni electricidad, ni baño, ni muebles…, decidimos comprarnos una cabaña, reformarla e ir a vivir al campo. Eso sí, con un poco más de comodidades.

Encontramos un lugar precioso en medio de un paraje natural rodeado de pinos, sembrados, olivos, almendros… Como el de mis sueños cuando era más joven, pero en vez de vivir en una casa de madera, ésta era de piedra. Pensé: «La forraremos por dentro de madera». Había mucho trabajo que hacer y mucho dinero que invertir, pero estábamos tan ilusionados que la compramos. Pensamos en muchas posibilidades: que si hacer un centro de Yoga y meditación, retiros…, pero para eso era un poco pequeña.

Entonces es cuando la liamos. Como el terreno estaba en una zona rústica, no nos daban permiso para ampliarla, pero convencí a mi compañera de que si lo hacíamos rápido y no se enteraban, una vez hecha ya no nos la podrían tirar.

Un día, por casualidad o causalidad[1], fuimos a una cena de Yoga. Allí conocimos a un constructor que, tras explicarle la situación, se ofreció a subir toda la estructura en cuatro días. Lo que pretendíamos no era construir un palacio; solo queríamos hacerla unos veinte metros cuadrados más grande. Ni corto ni perezoso, en un tiempo récord de tres días teníamos hechos la estructura y el tejado. Todo parecía ir viento en popa y, en un año y medio, ya casi la teníamos toda lista.

Un día de primavera, el regidor de obras públicas se fue a cazar por la zona en la que teníamos la casita de campo y se dio cuenta de que habíamos ampliado una parte. Al cabo de poco tiempo, recibimos una notificación de derribo procedente del ayuntamiento. Después de hablar del tema con sus pros y contras, decidimos que no valía la pena arriesgarse con abogados ya que la construcción, tenían razón, era ilegal. Nos dieron un plazo de noventa días para el derribo o si no procederían ellos con él.

Bien, una lección más, “bien aprendida” por las malas. Un día meditando me vino la respuesta a lo sucedido: «¿Cómo quieres respetar las leyes de la vida si no eres capaz de aceptar las humanas?».

Pues venga, hagamos un poco de matemáticas. Dispongo de noventa días, a tantos bloques de arcilla por día más el tejado, igual a: tengo que ir sacando diez bloques por día. Hechas las cuentas, fui a practicar karma Yoga[2] y reconciliación con mis pensamientos, que los hubo de muy destructivos.

Con cada pieza que sacaba y con cada viaje con el carretón lleno de escombros, me decía a mí mismo: «Con esto, mi pasado y mi presente quedan reconciliados». Como buen practicante de Yoga, una de las enseñanzas es el karma, y como yo creo en la reencarnación[3], pues eso, a saldar karma.

Pero ese no era todo el karma que aún tenía que saldar. Ayudando a los albañiles a sacar las vigas de doce metros del tejado con una grúa, me descuidé, pisé un machihembrado hueco y me colé por el agujero. Debajo estaban todos los escombros y, dile suerte o lo que prefieras, me quedé trabado entre las dos vigas como si estuviese haciendo el pajarito.

Lo primero que me pasó por la cabeza fue: «Aún no es suficiente», refiriéndome a mi karma. Una vez pasado el susto, solo quedaron las lesiones menores. Ya tenía cuatro de las siete vidas gastadas, pero después de todas esas circunstancias aún me quedaban cosas por saldar en ese lugar. Menos mal que solo se trataba de liquidar deseos anteriores.

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Los deseos por cumplir

Después de las obras, dejé un montón de maderas por quemar esperando  que un día pudiera hacerlo. «Los deseos incumplidos algún día u otro serán realizados, a menos que se renuncie a ellos», me recordé a mí mismo.

Era consciente de ello y  de hecho, había podido renunciar a muchos deseos materiales sin demasiado problema, pero otros, como por ejemplo ese, se ve que tenían mucha fuerza. Yo lo atribuyo a que cada vez que miraba aquel montón de maderas me decía: «Tengo que quemarlas. Mira qué desastre allí en medio».

Pues bien, aquel y otros trabajos había que finalizarlos. Aquella mañana me imaginé cómo ardían las maderas y cómo el lugar del campo que estaba lleno de malas hierbas quedaba limpio y listo, como ya hace tiempo que un servidor deseaba.

Manos a la obra, prendí fuego y fui amontonando las maderas. Mirando cómo se quemaban iba pidiendo que se fundiera con ellas cualquier otro deseo no consciente cuando, de repente, saltó a la mente un pensamiento: «Se tiene que arar la tierra». Durante la mañana oí algún tractor, de modo que estuve atento por si algún vecino llevaba el arado y me podía hacer un favor.

Vaya, aquel era mi día de suerte: el señor al que tenía arrendado las tierras apareció para arar todo el terreno. Se alegró de verme, ya que desde que me fui a la India no tenía noticias mías. Después de hablar un poco de todo, aceptó ayudarme a finalizar el trabajo.

Más tarde, cuando todas las maderas ya casi se habían consumido por las llamas, me preparé un té calentito con las cenizas que habían sobrado y medité observando la naturaleza.

Qué bonito, qué colores. Vi un pájaro carpintero haciéndose el nido cerca de allí donde me había sentado. Que yo recuerde, aquel era el primero que observaba de tan cerca. Era precioso… Llevaba una ramita en el pico y volaba. Contemplé el cielo, aquel día era más azul que días anteriores. El tiempo acompañaba para estar sentado a fuera de casa y poder así observar un lienzo de colores cambiantes a cada instante junto a las melodías del piar de los pájaros.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero el sol tenía sueño y se retiraba. Descolgué la ducha portátil, una bolsa de plástico negro que utilizan los alpinistas cuando están de escalada y en la cual, durante todo el día, se había ido calentando el agua. Me di una ducha relajante y gratificante. Hice las prácticas y me fui a dormir que el día siguiente había movida.

[1] Principio según el cual nada puede existir sin una causa suficiente.

[2] Gita, Bhagavad. «Renuncia en Mí todas tus acciones y empeña la batalla libre de esperanza y egoísmo, posada la mente en el Supremo Ser.» p. 80.

[3] Encarnación de un alma en un cuerpo nuevo tras separarse de otro por la muerte.

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