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Relato deL encuentro con un Sadhu

Encuentro con un sadhu

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KUMBH MELA

RELATO DEL DÍA 7 DEL LIBRO:

…No era la primera vez que me pasaba. Un año y medio antes estaba meditando cuando tuve tres sueños seguidos con un Sadhu de la India. En el primer sueño se presentó casi todo desnudo; solo le cubría las partes íntimas un taparrabos y tenía todo el cuerpo cubierto por una especie de pintura gris. Su piel parecía de plata y tenía un símbolo pintado en la frente: tres rallas paralelas horizontales de color blanco y un punto rojo anaranjado en el entrecejo. Era muy delgado y con barba. Cabellos muy largos –más que la barba– y con rastas a lo Bob Marley.

Diario de un buscador en 28 días de ayuno y meditación

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En el sueño me decía que tenía que ir a la India, que yo ya sabía el lugar. Había llegado el momento de conocernos y que no me preocupase, que él me encontraría. Las dos siguientes noches soñé lo mismo pero con más información que, con tu permiso, me reservaré.

La primera impresión fue de sorpresa, pero algo en mi interior me decía que confiara y fuese a la India, a Haridwar, donde ese año, después de doce años sin hacerse, se celebraba la Kumbh mela. Se lo conté a algunos de mis mejores amigos y parecían no creérselo. No se lo reprocho; en su caso también hubiese tenido mis dudas.

El 31 de diciembre del 2009 salía de Barcelona y el 1 de enero del 2010 aterrizaba en Nueva Delhi, la capital de la India. Era la primera vez que estaba en la India, aunque en mis sueños ya hace tiempo que había estado.

Mi inglés era de excursionista, pero lo suficiente para viajar por tierras lejanas. Muchas veces me entendían más con gestos que con mi inglés diluido. Solo llegar al aeropuerto me senté en una silla a esperar. Y te preguntarás: «¿A qué?». Pues confiaba en que alguien me guiara, ya que yo no tenía ni idea de cómo llegar a Haridwar.

Más o menos una hora después, una mujer africana se sentó en la silla de al lado y me preguntó algo sobre un vuelo, de modo que entablamos conversación. Le dije que iba a Haridwar pero que no sabía cómo llegar. Me comentó varias cosas: que lo mejor era coger un taxi para todo el día –lo cual ya sabía porque lo había visto en Internet, pero del dicho al hecho hay mucho trecho– y que el taxista también me llevaría a la estación de trenes. Me dijo que no pagara más de quinientas rupias por todo el día y que le dijese al taxista qué es lo que quería ir a ver de la ciudad. Me recomendó algunos lugares y salí en busca de mi guía taxista. Me pidieron mucho más, pero cuando les dije que una persona me había contado lo del precio, en un abrir y cerrar de ojos cogieron la mochila y para dentro, al taxi.

Al taxista, cuyo nombre era muy fácil –mira si lo es que ni me acuerdo– le dije que quería ir a ver templos. Qué pillín el tipo: me llevó a ver una reproducción en miniatura del Taj Mahal y, por casualidad, al lado había una tienda de souvenirs. Entré por educación y salí con las manos vacías con la excusa de que no iba a llevar peso durante todo el viaje, que cuando regresara de vuelta a España puede que pasara. Me miraron y se rieron; ¡vaya pillos!

Cuando regresé al taxi le dejé muy claro, con gestos y palabras, que si me llevaba a más tiendas se podía despedir de las quinientas rupias. Estuve en diferentes templos meditando y a la hora adecuada le dije que me llevara a la estación, que según él salía un tren hacia mi destino.

Vaya follón para comprar un billete. Respiré hondo y esperé a que algo sucediese. Al rato, una persona se me acercó y me preguntó hacia dónde iba. Al conocer el destino, la respuesta fue rotunda: no habían plazas, había que reservarlo con antelación.

No obstante, me ofreció la posibilidad de viajar en un autocar que, justamente en una hora, partía de allí. Fui a la tienda donde supuestamente me venderían el billete y me dieron un papel de libreta en el que ponía «vale por un viaje a Haridwar». Ja, ja, voy yo y me lo creo. Vaya cabreo que pilló el tipo, casi me echa a patadas del local cuando dudé de si ese papelito era válido. Fuera había un montón de personas y lo tranquilizaron. Un señor muy educado se me acercó y me explicó lo ocurrido. En ese momento me di cuenta de que ésa era la forma de hacer las cosas allí. El señor me ofreció la misma oferta y acepté. Pensé: «Bueno, la experiencia tiene un precio».

Entré en la oficina y me enseñó la foto de un flamante autocar moderno con aire acondicionado… Qué bien, por fin llegaría a la Kumbhamela. Compré el billete y me hicieron montar en un vehículo para llevarme a la parada del bus. Aquella fue la primera vez que subí en un three wheeler[4]. Fuimos a toda pastilla por las calles de Delhi. Vaya, que me hizo una visita guiada en diez minutos por los barrios más desfavorecidos, ya que el autocar salía en pocos minutos y llegamos al lugar de donde, supuestamente, salía el autocar.

Yo solo veía una vieja estructura de hierro con algunas ventanillas y cuatro ruedas. Le pregunté en tono de sorpresa si ése era el autocar tan flamante. Se rió y me dijo con un gesto: «esto es lo que hay». Ya que soy una persona aventurera, me subí y dije: «bueno, voy a probar el transporte de mis tatarabuelos».

Con las prisas ni me acordé de ir al baño y ya empezaba a tener ganas. La gente iba subiendo y pensé: «En la próxima parada; puedo esperar». A mi lado se sentó una señora que, si la dejo, ella sola ocupaba los dos asientos. Así que ya me ves, con la mochila sobre las piernas, las piernas pegadas, yo pegado a la ventanilla y con ganas de ir al baño.

Nos pusimos en marcha y cuando llevábamos unas horas, como no tenía ni idea de cuánto duraría el viaje, le dije al conductor que parara cuando pudiera para ir al baño. Él solo levantó la mano con un ademán de queriendo decir: «Más adelante». Bueno, la situación no era tan crítica, podía esperar unos kilómetros más. En otras ocasiones me había pasado lo mismo y, con solo pensar en otra cosa o dormir un poco, se me pasaban las ganas.

Pasó el tiempo y parecía que el conductor ya no se acordaba de mí. Le recordé que quería ir al baño y me hizo el mismo gesto con la mano. Ya estaba a punto de estallarme la vejiga y le dije, no con muy buenos modales, que si no paraba meaba por la ventanilla. Vino su acompañante y me dijo: «Wait, wait, we are near», que esperara. ¡Pero si llevaba seis horas aguantando, madre mía!

Pensé: «Bueno, voy a relajarme que esto es una prueba a superar». Puse toda mi atención en la respiración y, al cabo de un buen rato, oí que el autocar se detenía. El revisor me indicó que, si quería ir al baño, aquel era un buen momento. Tendría gracia el señor.

¡Por fin libre! Mientras esperáramos a los demás para volver al autocar, un chiquillo se me acercó y me preguntó a dónde iba:

−A la Kumbhamela, en Haridwar.

−¿Cómo es que vas en este autocar? Podrías haber cogido un tren. –Pues si le tenía que explicar toda la historia, no veas.

−Este es el único que iba a Haridwar a esta hora. ¿Y tú, a dónde vas?

−A Haridwar.

−¿Y cuánto te ha costado el viaje?

−Cincuenta rupias.

«Vaya sorpresa –pensé en tono irónico–, yo pagué quinientas rupias por un autocar flamante». Hay que decirlo todo, me dieron gato por liebre, pero al fin y al cabo, por lo menos me llevó al lugar.

Se ve que todos querían ir al baño, ya que en el primer tramo del viaje no se oyó ni una mosca. En cambio, después todos iban cantando. Me dijeron que cantara algo y, como había practicado armónicos, me dispuse a cantar. El silencio inundó el autocar y todos me miraban con cara de sorpresa. Al acabar la canción se quedaron ahí estáticos, inmóviles, sin expresión. No sé qué había pasado; suerte que alguien aplaudió y todos le siguieron mientras que otros me hicieron un saludo con las manos juntas en el pecho. Qué bonito fue ese momento.

Llegamos a Haridwar y lo primero que hice fue buscar un hotel económico para pasar la noche; el día siguiente por la mañana ya veríamos.

Vaya follón por las noches en esa ciudad. ¿Es que la gente no iba a dormir o qué? Por la mañana, mal dormido, me levanté y empecé a sentir qué hacer. Acostumbrado a dormir en el campo con el ruido de los pajaritos, aquella noche me costó conciliar el sueño. Lo primero que hice fue salir a buscar otro hotel más tranquilo y después, dar una vuelta por el entorno y familiarizarme con él.

A los diez minutos de pasear, vi el río Ganges y decidí ir a su orilla en busca de paz. A medida que me iba acercando a unas escaleras que daban a la zona de baños, donde había visto unas gradas para sentarse y poder contemplar el Ganges, un indio vestido con túnicas naranjas que iba acompañado de otros indios sentados a su lado me saludó:

−Om Namo Narayanaya. −Yo, educado, pero con curiosidad, respondí:

−Hola.

−¿De dónde eres? −preguntó el indio con túnicas naranjas.

−De España.

−¿Qué vienes a hacer en la India?

−A conocerme a mí mismo −dije con voz calmada. El indio se rió.

−Buena respuesta. ¿Te apetece dar un paseo y hablamos?

−No hablo muy bien el inglés, pero intentaré seguirte.

−Tranquilo, yo tampoco lo hablo muy bien.

El indio se llamaba Vinud Puri. Hablamos largo y tendido. Parecía que no había barreras lingüísticas entre nosotros, como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. En un momento de la conversación, le conté mi sueño y él sonrió. Sacó su cartera de la bolsa y me enseñó una fotografía suya, la cual según me contó fue tomada en una ceremonia inicial en la cual los sadhus tiñen sus pieles con aceite y ceniza. En la fotografía pude apreciar tres líneas paralelas blancas en su frente y el punto rojo anaranjado en el entrecejo. Me preguntó, sonriendo:

–¿Es esto lo que viste? 

Estuvimos todo el día paseando y charlando. Me invitó a comer y a cenar en el templo. En un solo día aprendí muchas costumbres indias y, al caer la noche, me presentó a toda su familia de sadhus. En ese templo vivían muchas familias y cada una de ellas tenía como máxima autoridad moral al mahatma, que sería como el padre de familia. El acceso a las mujeres no estaba permitido o, mejor dicho, estaba restringido. El parentesco familiar era de maestro-discípulo: el mahatma era el maestro espiritual y tenía discípulos a su vera. Estos, a su vez, eran maestros de otros discípulos y todos convivían en un piso situado dentro del templo o monasterio mejor dicho. Todas las zonas comunes eran compartidas, tanto en ocio como en responsabilidades. Al caer la noche, a la hora de irse a dormir, nos despedimos:

−¿Estás contento?

−Muchísimo, estoy muy agradecido por todo. Bueno, confío en que algún otro día nos podamos volver a ver.

−Parece como si te despidieras. ¿No quieres volver mañana?

−Sí, sí, encantado.

−Mañana ven temprano, al salir el sol, que te enseñaré una ceremonia.

−¡Qué bien! Pues nos vemos mañana. Om Namo Narayanaya.

Om Namo Narayanaya.

Regresando al ruidoso hotel repasaba mentalmente todo el día y me disponía a pasar una noche más movidita en él cuando, de repente, vi una tienda de música y me vino a la cabeza que, si podía, tenía que comprar algunas cosas a mis amigos, encargos que me hicieron antes de partir. Entré y pregunté al dependiente, de nombre Sevani, sobre un instrumento en concreto. No hubo suerte, pero Sevani se interesó por mí:

−¿De dónde eres?

−España.

−¿Dónde te hospedas? −Le enseñé la tarjeta porque no me acordaba−. Vaya, ese hotel es muy económico. ¿Estás a gusto allí?

−No, la verdad es que no. Es muy ruidoso. Ayer no pude casi dormir.

−Estoy a punto de cerrar. ¿Quieres que te acompañe a buscar uno de más tranquilo?

−Gracias, sí, gracias.

Estuvimos charlando un buen rato antes de que cerrara y quedó fascinado conmigo. Me acompañó a buscar hotel y me pidió, por favor, que le acompañase el día siguiente por la tarde a ver a unos amigos suyos que nunca habían visto a un yogui como yo. Supongo que lo dijo porque le conté que vivía en una casita en el campo, sin electricidad ni agua corriente, que practicaba Yoga y que no bebía alcohol, ni fumaba ni tampoco tenía esposa ni hijos. Me preguntó por el celibato y le respondí que también era célibe. Todo eso desencadenó en él una amabilidad fuera de lo normal.

Al menos, aquí en España no es para tanto. Lo que más me sorprendió es que en un país como la India donde eso abunda se preciara tanto la compañía de un “yogui europeo”. Le dije que sería un placer acompañarle ya que le veía buena persona, y como aún estaba asimilando lo de aquella mañana, tenía mi nivel de confianza muy, muy elevado. La mañana siguiente la pasé casi toda con Vinud. Le conté lo acontecido la noche anterior y me explicó lo ocurrido mucho mejor que mis suposiciones.

Índia 2010. Fes clic en la imatge per veure-la.

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Amma por un día

Por la tarde quedamos con Sevani en su tienda de música. Sevani era un hombre de mediana edad, director de una orquesta en Haridwar, una persona aparentemente adinerada y de buen trato social. Subimos en un three wheeler y tardamos una media hora para llegar a un pueblecito cercano a Rishikesh. No me preguntes el nombre porque no tuve tiempo ni de ver el cartel, si lo había.

Ya nos estaban esperando y fui presentado a sus amigos. Estuvimos charlando –Sevani traducía– y, al caer la noche, me ofrecieron ir a comer a casa de uno de sus amigos. Como tenía confianza total –o eso creía–, me sentí muy complacido de acompañarles. Personalmente, la comida de la India me parecía fascinante y lo único que tenía que vigilar era no beber agua o comer alimentos sin cocinar. Muchas personas me aconsejaron vacunarme por todo lo que os podéis imaginar, pero otras me hablaron de lo contrario, de lo mal que algunos lo pasaban poniéndose las vacunas. Como llevaba una alimentación equilibrada y mucha confianza en que todo iría bien, decidí no vacunarme.

Me llevaron por callejuelas con poca luz y ahí saltó el pánico. «Me van a dejar sin lo puesto. Dónde me he metido. ¡Seré imprudente!». Mi miedo asomó cuando menos lo esperaba, pero había algo que me decía, en lo más hondo de mi corazón: «No te preocupes, todo está bien, tranquilízate». Respiré hondo muchas veces hasta que la sensación desapareció. Llegamos a una casita muy, muy modesta en el centro del pueblo. Al abrir la puerta, pude ver a dos niños, dos niñas y una mujer con un bebé en brazos dándonos la bienvenida. Me ofrecieron aposento y un vaso de agua que, por educación y respeto, no rehusé. Hice ver que bebía un poco y lo dejé encima de una estantería que se encontraba por allí cerca.

Solo llevábamos unos minutos cuando oímos unos golpes en la puerta. Fueron a abrir y empezó a entrar un montón de gente; todos me miraban. Sevani me dio una bolsa de cacahuetes y me dijo que era la costumbre que cuando venía un invitado como yo se hiciese un ritual con la gente del pueblo. Uno a uno fueron pasando y yo interpretaba mi papel de «amma por un día», pero en vez de dar abrazos daba cacahuetes y bendecía a la gente poniéndoles la mano en la cabeza. Eso es lo que pasaba externamente, pero internamente estaba alucinado. Ya que tenía conocimientos de lo que es el karma, me lo tomé todo como una representación y miré de hacer mi papel lo mejor que pude.

Durante horas me pasé sentado en una silla dando bendiciones a todos los habitantes de ese pueblecito. ¡Suerte que era pequeño! Al finalizar, me invitaron a pasar a una habitación en el interior de la casa. En el suelo había un trozo de tela de color morado y encima de ésta, un montón de comida. Me hicieron sentar y comer a solas como símbolo de gratitud por mi presencia. Cuando acabé de comer, lleno hasta arriba, se sentaron los demás invitados. La mujer y los hijos no comían. Según me contó Sevani, ellos comieron cuando todos nos fuimos.

Estábamos todos sentados en el suelo compartiendo unos buenos momentos de hermandad cuando uno de los invitados le dijo a Sevani que me tradujese que le gustaría que le hiciese alguna postura de Yoga de las difíciles. Les hice señas con las manos en la barriga, queriendo decir que estaba lleno, pero insistieron muchísimo. Una de las posturas más difíciles que sé hacer es una āsana en la que todo el cuerpo, como si fuese una tabla, queda apoyado sobre los antebrazos en perfecto equilibrio (Mayurasana), como una T donde el palo vertical son las muñecas y los antebrazos y el palo horizontal es el cuerpo. Después me puse en posición invertida, con la cabeza y los codos apoyados en el suelo (Sirsasana), y por último, la flor de loto. Todos aplaudieron y se pusieron a imitarme. Qué buenos momentos aquellos. Qué divertido todos haciendo Yoga. Estuve jugando con los niños, dándoles volteretas y tirándolos hacia arriba. La verdad es que me lo pasé muy bien. Desde aquí les doy las gracias por todos esos buenos momentos.

Si tengo que explicar todo lo vivido en la India, necesito otro libro, pero la verdad es que todo aquel mes fue mágico. Estuve con Vinud todo aquel tiempo y me enseñó muchas cosas. Tuve una visita inesperada de mi hermanito Miguel, que también había decidido ir a la India pero unos diez días posteriores a mi llegada. Nos llamamos y le dije que se viniera conmigo a disfrutar de todo lo que yo estaba viviendo. Su historia también es muy bonita y algún día seguro que también te la contará.

Después de todos aquellos días, Vinud me ofreció la posibilidad de ir al Himalaya a pasar un año con él y continuar con mis estudios. El nombre de Ram Kishan Puri me lo regaló porque para él significa “equilibrio”: Ram, ‘el hijo del Sol’; Kishan, diminutivo de Krishna, ‘el oscuro de piel’, y Puri, el nombre de la familia. Sin embargo, la repentina enfermedad de mi abuela hizo que las cosas cambiaran, pero eso es otra historia que ya te contaré en el relato de 40 días y 40 noches en Egipto.

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